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Dios con su ofrenda elige para donarse

Actualizado: 21 dic 2020



Comprendo mejor la condición humana ahora que la rueda del tiempo marca sesenta y dos años desde el lejano sábado seis de diciembre de mil novecientos cincuenta y ocho, cuando quiso Dios darme la vida en este planeta desde el vientre de mi madre, ahora nonagenaria. Ya se hace realidad el adagio oriental de que “el pasar de los años es el amanecer de la sabiduría” y que, “más sabe el diablo por viejo que por diablo.”


Si bien vine signado para darme en favor de los demás, y habiendo sido fraguado en el seno de una familia donde el servicio era el motivo de toda acción, limado además con el rancio valor que daba sentido a toda relación interpersonal: la verdad, sin embargo he sentido el arañazo cruel de la ingratitud por parte de quienes Dios puso en mi senda de donación.



Duele sobremanera constatar que tantas veces la entidad que el señor dispuso mi vida cual muestra de su amor , está más pendiente de la administración de los bienes materiales que del bienestar físico y espiritual de sus ministros.

Dan lustre, de modo inequívoco, estas cosas a la inmutable novedad del evangelio enmarcado en la predicación de San Pablo en 2 Cor. 12,15: “Yo de muy buena gana me gasté y desgastaré por ustedes, aunque amándolos con mayor amor sea menos amado de ustedes” y que, asombrado, solía yo escuchar de boca del mítico padre Zapata sin darles crédito, porque mi mundo infantil no podía comprender que hubiese alguien que no sintiera un profundo sentimiento de aprecio por ese hombre a través del cual Dios mismo había venido a servirnos mejor que jamás nadie.


En el tramo recorrido, he sido testigo privilegiado de los estados tristes en que terminaron sus días de entrega, levitas que brillaron por su donación ejemplar. Solos y arrastrando una vida decrépita, van viendo apagarse sus postreros días obnubilados por densa neurosis que se fue fraguando a lo largo de sus tiempos de gloria cuando recibían desaires pero los acallaban con la abnegación propia de sus años mozos, mas, acumulados, formaron la tempestad ahora desatada en el silencio y el olvido de quien en la voz de Diomedes Díaz,


“...se olvida de que mis mejores días

se los di a ella con todo mi cariño.

Y un amor bastante sensitivo,

de ese amor que ya casi no viene,

de ese amor que se le da a mujeres como tú

y ahora no lo quieres” (en lugar de mujeres: pueblos).


Fue Isaías, (49, 1-6) quien mejor lo expresó después de haberlo vivido en carne propia: “Hizo de mi boca una espada afilada, me escondió en la sombra de su mano; me hizo flecha bruñida, me guardó en su aljaba y me dijo: «Tú eres mi siervo, de quien estoy orgulloso.» Mientras yo pensaba: «En vano me he cansado, en viento y en nada he gastado mis fuerzas», en realidad mi derecho lo llevaba el Señor, mi Dios…”


Aguardando la indulgencia que esconden estas palabras santas, prosigo mi camino, sintiendo el rudo desgajarse de las hojas de mi calendario, en espera de llegar a los 75, cuando pueda retirarme, transitando mi camino de ofrenda, sabiendo que no es la mejor respuesta que hubiese podido dar a tanta generosidad divina.


Y si no alcanzo esa meta de diamante, cuando ya no pueda continuar, rendir con humildad mi cargo, porque Dios me ha hecho saber que es suficiente, no por lo perfecto del desempeño, sino cual límite misericordioso que Él ha determinado.


Aninzeraula

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