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Preludios


Fue Rafael Escalona el timbre divino de la voz que primero moduló mi nombre llamándome a seguir senderos insospechados, mediante ardides imposibles de ignorar porque venían vertidas en moldes propios de mi entorno cultural. Me refiero al ritmo vallenato El Bachiller, una de las primeras canciones que aprendí de memoria sin ni siquiera intentarlo porque se fue metiendo inadvertida hasta las fibras más sensibles de mi ser infante por los contornos campesinos de Buenavista Córdoba, corregimiento del municipio del que con desdén se decía: “Planeta no es Planeta. Planeta es un bodegón de Antioquia que lo administra Montería.”



La finquita llevaba ya el preludio del futuro demarcado desde antes de que, según Las Santas Escrituras, “Fuera engendrado el orbe de la tierra” (Salmo 89,2): Las Delicias.


Allí en el más idílico teatro de mis remembranzas, se fraguaron mis sueños al compás del dolor que me producían la letra del maestro Escalona y la melodía de Bovea y sus Vallenatos:


“Como yo no tengo diploma de bachiller

en el Valle dicen que no puedo enamorar.

Miren cómo aprecian las mujeres el papel

con tanto de sobra, que se ve en el basural.

Felices aquellos los que puedan presentar,

el grado bonito que conquista a las mujeres.

Como no lo tengo yo me voy a desterrar,

para La Guajira donde no haya bachilleres.


Porque eso sí es digno de compadecer,

todo el que no tenga el grado de bachiller,

por eso es que yo me quiero desterrar,

pa tierras lejanas de Valledupar.


Adiós mis amigos yo me voy a desterrar,

pal sur de Colombia donde hay paludismo y fiebre.

Si me notan triste es porque me duele dejar

mi patria querida tan llena de bachilleres.


Porque eso sí es digno de comparecer,

todo el que no tenga grado de bachiller,

por eso es que yo me quiero desterrar,

pa tierras lejanas de Valledupar.”


Aquel binomio de cantares y letras describiendo, al son cadencioso de una guitarra, la desgracia más grande que podía por entonces imaginar mi “Tabula Rasa”: tener que irse, aquel joven, que así se expresaba, de su Patria, hirió mi alma, incrustándose para siempre un deseo, una obsesión: “Yo quiero ser Bachiller.”


Creo que antes del uso de la razón y de la palabra yo ya sabía lo que quería ser. A mí nadie, fuera del juglar de Patillal, me enseñó a elaborar un proyecto de vida, tan breve como efectivo, constando sólo de 4 palabras conformadas por 19 letras (nótese el número 19).


Mi saga, sin embargo vino a arrancar después de la temprana muerte de mi padre, a un año de hallarnos en San Pedro de Urabá. Yo era el mayor de sus hijos. Tengo un hermano mayor, pero por razón de su discapacidad congénita, fue a mi a quien le tocó la responsabilidad de salir unas tres veces por semana al pueblo para vender los productos del campo y comprar los encargos, a lomo de burro.


No sé cuándo empezó aquella gara impostergable cada vez que se iniciaba la faena: al ver una ramita, luego de lanzar mi desafío: “Si le pegó, estudio", con todas mis fuerzas esgrimía mi garabato, contra una hoja o algo cercano. Era una tortura incesante. Jamás pude dejar de hacerlo. Todavía me atormenta esa estrategia inmisericorde. El júbilo aún es indescriptible, al igual que la pena cuando era Intento fallido.


Así pasaron los años. Llegó a San Pedro de Urabá el profe de la escuela familiar de mi abuelo materno. Reinicié con mis hermanos lo que se interrumpió en Buenavista porque babeaba la Cartilla Abecedario, y papá dijo que no iba a botar la plata con un niño que no quería estudiar.


El profe José Vicente Castaño se encegueció y no pudo seguir. Vino una sobrina de mi madre y se reabrió la enseñanza. Tampoco se dieron las cosas.


Mi vida era un pentagrama tachonado de bemoles. Una rapsodia fabricaba a diario con los cantos del maestro, los aires musicales de Calixto Ochoa, Julio de la Ossa, Luis Enrique Martínez, Pacho Rada, Alejandro Durán, Juancho Polo Valencia, Los Hermanos López y Los Zuleta Díaz, en alternancia con las rancheras y corridos del País del Norte y las baladas y boleros junto con las joyas de Garzón y Collazos. Por esas mismas auroras hilvané con ahínco una plegaria que mis labios desgranaban durante los silencios de mis cantatas: “Dios mío, ayúdame a estudiar. Mándame a alguien que me ayude y yo me voy para donde sea, con tal que venga de Ti.”


Nos mudamos para Pueblo Bello en 1975. Allí no había escuela. Otra vez el estudio quedó en veremos.


Apenar empezaba a deshojarse el calendario 1976. Tenía una cosecha de maíz. La recogí chorote, la trillé, la sequé al sol y la vendí. Con la plata en el bolsillo, aún recuerdo el sitio del caminito junta al jardín donde le dije a mamá: “Me voy a estudiar a San Pedro.” Fue cómo abrir las compuertas de furiosa catarata: “Qué estudiá ni que na. Esa plata no le alcanza ni pa comprá una mud'e ropa. El año entrante va.” Y por primera vez en mi vida alcé la voz a mi progenitora, con una inaudita vehemencia que aún me asombra: “Usted todos los años dice lo mismo. Me voy a quedar burro.”


No fue más. Pero “lo que es pa perro no se lo come gato.” Efectivamente, cuando apenas 1977 alboreaba, mamá hizo conmigo el viaje más feliz de mi vida hasta entonces.


“El que quiere azul celeste, que le cueste.” Todavía me debo una explicación del arrojo, humildad y valentía con que me revistió el que me infundió desde la eternidad esa sed insaciable. Me recibieron en Tercero de primaria, en la Escuela Urbana Integrada Camilo Torres Yo tenía 18 años cumplidos. Por aprovechamiento, a los pocos meses me promovieron a cuarto. Con los asuetos de fin de año, tomé la resolución de no seguir estudiando. Se casaba un primo segundo. Había una muchacha que estaba enamorada de mi. Decidí que en la primera noche de la fiesta, la velada, me la llevaria por mujer. Sabía que ya con mujer no podría seguir estudiando. Así ahogaría mi anhelo infinito de ser bachiller. Había olvidado mi oración. Pero sobre todo, que, en Dios, todo va en serio


Aninzeraula

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